BENEHARO DE ANAGA-EL MENCEY LOCO
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Dacil Ayt Tilelli
¡Guañooooooth! ¡Achamaaaaaannnn!
El eco de aquel alarido encolerizado y lastimero retumbaba entre las laderas
escarpadas de Anaga desde hacía días. Los comandos castellanos seguían su
rastro con la idea de apresar a aquel de quien provenían. No perdonarían su
vida. El miedo, pensaban, le ha vuelto loco.
Desde lo alto, con la mirada perdida en la escarpada
holografía que le vio nacer, Beneharo sentía como la impotencia anidaba en su
alma. Aquellas cumbres, que por legítima herencia le fueron legadas por sus
antepasados, habían sido generosas con él y con su pueblo durante siglos. Allí,
siempre fue libre. Las nieblas de Anaga, las aguas que daban vida al barranco de
Afur, la atalaya de Taborno, el roque sagrado de Taganana, hasta el último rincón
de aquella tierra amada. Pero el verde pasto que había alimentado a su ganado
se había teñido de sangre.
¡Guañooooooth! ¡Achamaaaaaannnn!
Aquel invasor pasaba a cuchillo a todo hermano suyo que osara oponerse y se
apoderaba de sus rebaños, acorralando cada vez más a los pocos que aún
sobrevivían. Atrás quedó la unión gloriosa de todos los meceyes, en pos de
un único fin común, que había dado como resultado la victoria en Acentejo.
Allí,
con sus banotes de madera y piedras vencieron a las tropas extranjeras, con
armaduras y extrañas armas que lanzaban fuego. Recordaba con júbilo como aquel
Adelantado perdió los dientes mientras huía como un cobarde de su isla.
Pero volvió.
¡Achamaaaaaannnn! ¡No podía ser! ¡Hombres, mujeres! Adorado Majek ¡Los niños!
¡Guaaaaaañooooooth! Conocía de las atrocidades cometidas por el invasor en La
Gomera, donde no hubo contemplación alguna de edades. Y Beneharo corrió por
aquellos escarpados riscos, ya descalzo, sin el menor atisbo de vértigo, pues
conocía cada rincón de aquella tierra desde chinijo. ¡Achamaaaaaaaannnn!
Traición.
Añaterve, mencey de Güimar, hijo del gran Acaymo, había favorecido al invasor
mostrándole las mejores rutas para acceder de nuevo al norte de la isla desde Añazo,
donde había permitido el desembarco de sus tropas. Había confabulado con el
enemigo, mientras su raza era masacrada en un nuevo enfrentamiento en Aguere. La
traición de la propia raza. Beneharo no podía asimilar algo así, más cuando
había visto a sus congéneres luchando a pecho descubierto con más valor que
armas. Él, que había conseguido imbuir de nuevo valor en los corazones de los
pocos faycanes con los que podía contar, conduciéndolos a una muerte segura.
Allí murió Bencomo, el más grande mencey de Tahoro, el más sabio, que había
unido a todos los menceyatos como un solo ejercito. Allí murió, enfrentándose
al De Lugo con casi 70 años. Beneharo enloqueció de rabia e implorando a los
diose del cielo y de los infiernos aún tiempo, buscó refugio en la
inaccesibilidad de sus riscos.
¡Achaaamaaaaaaaannn! ¡Guaaaañoooooth!
¡Guaaaaaañooooooth! Y día tras día, noche tras noche, de risco en risco,
aquel eco retumbaba entre las montañas. ¡Achamaaaaaaaannnn!
Pero su pueblo no se rindió. Y la Liga de Tahoro volvió a reunir a sus
hombres. Bentor, como sucesor de su padre, Bencomo, arengó a unos 6.000
guanches, hombres y mujeres, para lo que debía ser la batalla definitiva. No
calló en la falsa treta del De Lugo, que envió a un canario converso, Fernando
Guanarmete, para que aceptara la rendición. No lo permitiría. Confiarían de
nuevo el terreno, que conocían bien, y los esperaron una vez más emboscados en
el barranco de Acentejo. Pero los castellanos, aleccionados por la primera gran
derrota, mejor organizados, arremetieron con saña. Y la matanza de aquella
terrible jornada doblegó por fin la única resistencia que impedía la
conquista extranjera.
¡Aaaachaaaaamanaaaaannn! Dios creador ¿por qué nos has abandonado? Mi pueblo
respetó a la madre tierra durante milenios ¿Cuál fue nuestro mal?
¡Guayotaaaaaa! Demonio del fuego, que tantas veces intentaste robarle la tierra
al Guanche, convirtiendo en yermos sus fértiles valles. Que una vez tuviste el
valor de apresar en tu negrura a Majek ¿Dónde escondes tu furia ahora?
La sangre de hombres y mujeres libres que lucharon con valor por seguir siéndolo.
El dolor de sus hermanos que no querían otra cosa que vivir en paz. Ese dolor
lloró en los ojos de Beneharo, doblegando sus fuerzas y postrándole de
rodillas. Cual era aquel dios, que adorara aquel pueblo, que hiciera distinción
entre los hombres. Que le impulsara a llegar, desde el otro lado del horizonte,
a tierras ajenas y matar las almas de sus gentes con el veneno de la esclavitud.
¡Guañooooooooht! ¡Achamaaaaaannn! ¡Yo soy libre! ¡Siempre seré libre!
Se puso en pié apretando los puños y lanzó su añepa al abismo. Miró al
Echeyde, a lo lejos, por encima de todo. Miró la tierra a sus pies, cada roque,
cada barranco. Y comprendió al fin. Nadie podrá esclavizar su alma, jamás,
pues no existía dios conocido o extranjero que pudiera arrebatarle el poder de
decidirlo. Y con la templanza, el orgullo y la nobleza de un Mencey, Beneharo
saltó al vacío, seguido por el eco mientras aclamaba por última vez a su
dios.
¡Achamaaaaaannnn!
La
Cantata del Mencey Loco, Beneharo