El hombre que mide un volcán en erupción “in situ”

cuando los demás huyen

 

Alex Leff

 

Sacar muestras de gas y partículas justo en el cráter de un volcán activo es parte de la vida cotidiana de Jorge Andrés Díaz. El principal objetivo de este científico colaborador de la NASA es ayudar a la prevención de las erupciones

 

Después de que el volcán Turrialba (Costa Rica) despertase el año pasado tras más de un siglo dormido, Jorge Andrés Díaz pensó que había llegado el momento de ir de excursión hasta las laderas de la humeante montaña de 3.350 metros. Su mujer, Ana Gabriela Chaverri, pensó que era una idea un poco alocada, pero a Díaz siempre le gusta acercarse hasta la boca del cráter de los volcanes activos.

 

La medición de los volcanes “in situ” (una misión escalofriante que supone sacar muestras de gas y de partículas justo a su salida del cráter) es lo que lleva estudiando toda su vida este físico costarricense. Cuanto más se aproxima a un volcán activo, asegura, más exactos son los datos que puede recoger para predecir futuras erupciones. "El material que expulsan los volcanes da pistas sobre lo que está ocurriendo bajo la superficie", dice Díaz. "Si hay magma candente, explica, se registran cambios en la composición del gas y de las cenizas que sale a la atmósfera". Y cuanto mejor se entienda la composición de esas señales, mejor será la capacidad de predicción de desastres, ayudando a las autoridades a advertir a los residentes cercanos sobre cuándo evacuar y a las aerolíneas para que cambien las rutas de sus aviones. A la mujer de Díaz quizás le tranquilice la nueva estrategia que está aplicando este experto. Ha empezado a enviar un pequeño avión teledirigido a la cima del Turrialba, lo que le permite estar a una distancia prudente del cráter, que todavía echa humo desde su erupción de cenizas en enero del año pasado.

 

El Vector Wing 100, la nave de 2,5 por 1,5 metros de Díaz, contiene un sistema informático avanzado que puede ser programado para volar por encima del volcán, sacar fotos, filmar en vídeo a color o con infrarrojos, y recoger datos sobre la composición de la nube volcánica. Juntando los datos recogidos in situ por el Vector con los análisis de sensores remotos y de satélites en el espacio, Díaz pretende lograr una imagen diáfana de la nube volcánica y su composición. El estudio podría mejorar sensiblemente la manera en que los científicos predicen el movimiento de las nubes volcánicas, evitando posibles muertes y ahorrando dinero. En abril de 2010 la amenazadora nube que surgió del volcán Eyjafjallajokull en Islandia dejó unos 100.000 vuelos en tierra a lo largo de Europa. Las aerolíneas dicen que han perdido más de 1.300 millones de euros por lo ocurrido, según datos de The Economist. “La erupción islandesa demostró la falta de validación que se tiene con la información de los satélites”, señala Díaz, que piensa que se podrían haber evitado algunas cancelaciones de vuelos si se tuviese la tecnología adecuada. “Las imágenes mostraban parte de la nube volcánica, pero les preocupaba lo que no podían ver. ¿Cuáles eran las concentraciones en esa nube? ¿A qué nivel no se logra detectar en los instrumentos?

 

La única manera de saberlo es con medidas in situ”, apunta. La aparente obsesión de Díaz con la recolección de datos sobre el terreno se remonta a una investigación pionera que realizó en 1998 en Kilauea, Hawái. Es habitual que los investigadores guarden en botellas muestras de gas de las erupciones y se las lleven de vuelta a los laboratorios para estudiarlas. Pero el traslado de las muestras puede afectar a los resultados, explica el experto. El helio, que puede ser un factor clave en la predicción de erupciones, es tan ligero que se escapa de los contenedores antes de llegar a los laboratorios. A Díaz se le ocurrió entonces una idea: trasladar el laboratorio al volcán. Tomó el concepto del espectrómetro de masas (un instrumento que mide la composición de las muestras y pesa hasta 100 kilos) y construyó uno en miniatura, una versión portátil del aparato, que se llevó al volcán Kilauea de Hawái para estudiar las muestras de los químicos sobre el terreno. Con su idea, Díaz asombró a los vulcanólogos, ganó premios y logró la atención de la NASA. Tras lograr su doctorado por la Universidad de Minnesota, realizó su trabajo post doctoral en el año 2000 en el centro espacial Kennedy (Florida), utilizando su aparato portátil y sus conocimientos en nubes volcánicas para detectar gases peligrosos en el punto de lanzamiento de naves espaciales. “Había muy pocos doctores trabajando en la NASA de esta parte del hemisferio”, asegura orgulloso durante una entrevista realizada en su laboratorio de la Universidad de Costa Rica. Díaz estaba decidido a regresar con sus refinados conocimientos a Costa Rica, donde hay centenares de volcanes, y media docena de ellos activos. Empezó por estudiar los volcanes de su país desde arriba, primero con el WB-57 de la NASA, que voló a unos 3.650 metros sobre las montañas, y después con un pequeño Cessna, que se acercó a 1.500 metros de los cráteres. Pero Díaz quería acercarse aún más.

 

Cuando el Turrialba entró en erupción el año pasado, docenas de vecinos de la zona fueron evacuados. Díaz, en cambio, se puso una máscara protectora y subió al cráter con un equipo de investigadores, entre los que había uno de la NASA, para monitorear la actividad de cerca. “Fue muy peligroso, se podía ver cómo el suelo temblaba”, recuerda. “Es como el motor de un avión, en términos de sonido, aunque sólo se trate del gas que desprende el magma. Uno sólo puede pensar que con todo ese gas que sale, imagínese la cantidad de magma que puede haber por debajo”.  

 

| Alex Leff, San José (Costa Rica) | GlobalPost

 

Fuente:.lainformacion.com