Alta
cultura de la violencia
Félix Román Negrín Rodríguez *
Al pensar el enlace entre “cultura y violencia”, vienen a la mente
imágenes de descomposición y fragmentación del tejido social. Asociamos la
relación con marginalidad, ruina de un sistema político anterior, caída de
valores morales, migración rural hacia la ciudad. La violencia se inscribe en
una falta de regulación social o “anomia”, como la llama el clásico sociólogo
francés Emile Durkheim. El paso
de una sociedad tradicional —militarismo, guerra— a una moderna —democracia
electoral, globalización— genera un largo período de desarticulación social.
Los antiguos valores decaen; los nuevos no se arraigan aún en la conciencia
ciudadana.
Pero el problema de la violencia se complica si pensamos que la
construcción misma de una alta cultura urbana deriva también de una hostilidad
similar. “La violencia aquí” no apunta a estratos sociales inferiores. Tampoco
señala instituciones estatales y su antiguo uso “legítimo de la violencia”. Más
bien, registra cómo los propios valores artísticos consagrados ejercen su
actividad poética por la violencia. Examinamos dos casos, uno en literatura, Salarrué, el otro en pintura, José Mejía Vides. El escritor
nos remite a la cuestión de género. El pintor añade una variable étnica y de
clase.
Salarrué establece una estrecha relación entre
escribir y erotismo masculino desenfrenado. Su fantasía disfraza la violencia
bajo un ropaje orientalista que enreda al lector. Pero el epígrafe inicial es
categórico al respecto: “la mujer es mercancía”. Sin embargo, no basta que su
ficción reflexione sobre la violencia social. La contrariedad declara la
paradoja. El acto de comunicarnos esa ruda costumbre deriva de la brutalidad
misma que sanciona.
En su imaginación astral, escribir significa “relatar las
historias o leyendas […] labrándolas y esmaltándolas alrededor de un ánfora”.
La “vasija labrada y lacada cuyo contorno sugería el de una mujer joven y
desnuda […] se despereza“
“entre las piernas” del escritor, primero, y del lector, en
seguida. En ese reino de fantasía mística, la lecto-escritura
consiste en “tornar lentamente las ánforas [“contorno de mujer joven y
desnuda”] entre las piernas”.
La metáfora no podría ser más lacerante y atrevida. Uno de los
grandes misterios de O-Yarkandal (1929) presupone un
artista y espectador masculino. El poeta se regocija en modelar cuerpos
femeninos, obras de arte, a imagen de su deseo. Incluso la descripción del
paisaje remite al erotismo violento del hombre: “tierra misteriosa, selva
oscura como el sexo proficuo de
En el “pintor de Cuzcatlán”, Mejía
Vides, encontramos una neta distinción entre retrato de señora de alta sociedad
e indígena de Panchimalco. La primera está siempre vestida, en situación apta y
respetable. Jamás muestra su desnudez y el pintor la identifica con su nombre
propio correspondiente. En cambio, la “india” se le entrega desnuda al pintor
cual si fuera su consorte. Su identidad se confunde en un nombre común
despersonalizado. Lo propio y el vestido contra lo común y la desnudez marcan
la cuestión étnica y de clase: blanca – india; alta - baja.
Pero las distinciones sociales no se resuelven en la oposición
entre dos estéticas que dibujan cuerpos femeninos, según la pertenencia
étnica-social. Para ahondar en la visión plástica hojeamos el catálogo que
consagra a Mejía Vides como “pintor de Cuzcatlán”
(1987). En esas páginas sólo las indígenas aparecen semi-desnudas.
Él y su maestro japonés figuran de traje. A la marca social se agrega el
género.
Según reportes de una antropóloga, Ada D’Aloja
(1939), la observación directa de mujeres es tarea difícil, sino casi
imposible. Antes de ella, un colega sueco que visita el país hacia el cambio de
siglo, Carl V Hartman (1901 y 1907), reconoce que para medir el cuerpo de
indígenas al desnudo requiere de la violencia militar. Lo que Mejía Vides
idealiza en pintura —panchas desvestidas, topless— en Izalco, Hartman las
obtiene a punta de pistola. Si el arte pictórico calla cómo consigue sus
modelos femeninos, la ciencia antropológica nos informa que el saber inicial
sobre los grupos indígenas del país es sinónimo de violencia. Scientific hard
data is violence.
Posiblemente, el pintor quedaría identificado con uno de los
mirones que Reinaldo Galindo Pohl (2001) registra como actuando según comportamientos
netamente ladinos.
Con la parte superior del cuerpo desnuda y la parte inferior
cubierta con un fustán […] las bañistas [indígenas] se entregaban a sus
quehaceres e ignoraban a los ladinos que correteaban por aquellos lugares.
Su trazo a color definiría no tanto a una “india” de Panchimalco
sin más. En cambio, precisaría el ojo de un ladino mirón que aclara su
identidad por un simple juego de opuestos binarios: yo-hombre-ladino-vestido
observo a tú-mujer-indígena-desnuda. Ignoramos qué significa esta celebrada
representación canónica para las culturas indígenas. Su figura la diseña la
mirada escrutadora de ladinos urbanos. Pero intuimos la reacción de las mujeres
blancas frente a una “exaltación” similar: su despersonalización desnuda.
En la actualidad que interroga el enlace entre “cultura y
violencia”, no debe faltar una sincera reflexión sobre el canon literario y
pictórico nacional. La violencia emerge no como simple reflejo de una violencia
social. La “violencia aquí” brota como forma simbólica de construir un canon
nacional urbano a expensas de las culturas regionales. “La violencia aquí”
edifica figuras masculinas a expensas de la mujer. La alta cultura de la
violencia refina una violencia fundadora. La eleva en arte como modelo único,
indiscutible de nacionalidad. De una nacionalidad sin diversidad étnica ni de
género en la exclusiva mirada que inquiere.
*
Colaborador y Contertulio de La Voz de Rusia en Canarias